diciembre 13

   Alberto cae. Cae a través de todos los tiempos y todos los espacios. Como de las escaleras, como de su bicicleta, como de aquél barandal del que se soltó en la tarde. Cual altazor, como las encuestas mitofsky.

Dibujo en la ventana de la habitación de Alberto

   ¿Por qué no caes con gracia? Escuchaba en su cabeza mientras caía. Pero no pudo entenderse. ¿Por qué no caes con estilo? Se escuchó argumentar de vuelta mientras ponía cara de no entenderlo tampoco. Quizá porque estaba cayendo y nomás no había nada más, un observador hubiera pensado.

   Alberto seguía cayendo. Pensaba en el día que también le caía encima. Que lo alcanzaba, que competía con él por tocar fondo primero. ¿Quién ganará? Se preguntaba. Casi podía escuchar atrás al día. No hablaba. Aguardaba, el paciente y obeso día aguardaba a que él cayera primero para poder amortiguar su caída en lo que quedara de su espíritu violado y socavado.

   Alberto caía. Dejaba atrás los pasajeros del vagón. Dejaba atrás las horas vacías de la oficina. Dejaba atrás las comidas solitarias. Dejaba atrás las caminatas y el caer de las hojas. Alberto dejaba atrás su vida vacía, su lánguido y esbelto cuerpecillo se alargaba. Se prolongaba indefinidamente. Alberto creyó haberse roto los tímpanos cuando en su acelerada caída rompió él mismo la barrera del sonido. El mundo enmudeció. El mundo guardó silencio por Alberto el día de su caída. Alberto pensaba: Este sí es el final, ahora hablaré con dios. Sin embargo mientras más tiempo pasaba menos se acercaba al piso.

   Alberto se aproximaba asintóticamente al suelo. Lo veía delante suyo. Casi podía tocarlo. Pero algo muy extraño sucedía. Mientras más se acercaba al piso, más lento parecía moverse. El día en que Alberto cayó no recordaba más, todo era tiempo presente. El tiempo era correcto y sus movimientos precisos. Alberto comenzó a ver luces, estaba convencido de haberse sublimado. Parecía que Alberto por fin lo había logrado. Era libre. Y pensó que levitaba o volaba. Pensó que había llegado al fondo y había extinguido por fin la llama.

   Más tarde esa noche en el estudio, el papá de Alberto escuchó un estruendo como una maceta rompiéndose en el patio trasero. Inmediatamente después escuchó los gritos escandalosos de la madre de Alberto desde el patio. Ella continuaba gritando mientras el papá de Alberto bajaba las escaleras y salía al patio trasero. En ese momento Alberto alzó su cabeza que yacía en un charco de sangre en el suelo y su madre pudo ver su cara desfigurada, los cachetes completamente hundidos y la nariz plana. Al ver a su hijo se le nublaron los ojos y dejó escapar un largo y lastimoso grito.

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